Sobre todo nos encantaba y hacerlo cuando se esperaban las interminables caravanas de yaks procedentes del distrito de Lho-dzong.
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Acceso a su destino, la madama se quitaba la careta, así como la capa de badana de yak en que se envolvía. Ven aquí todos los días a las nueve de la mañana en vez de asistir a los servicios religiosos y charlaremos de algunos temas interesantes. En los cincuenta y cinco años que llevo aquende nunca he oído a nada que cantase tan mal.
Esperaban a que los cargasen y entonces se tumbaban y trataban de quitarse de encima los fardos. El Maestro de los Acólitos se me acercó, me dio una palmada en la espalda que casi me tiró al suelo e hizo esta afirmación que casi parecía una contradicción: —Niño, eres un macho. Teníamos la casa en la ciudad de Lhasa, en el barrio distinguido, el de Lingkhor, junto a la carretera andar que rodea a Lhasa y a la sombra del Altura. Unos traían té de Guijarro, y otros telas de la India.
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Estaba allí, tendido, como una baga vacía, y los Hombres de la Muerte se lo llevaron para descuartizarlo y darlo a las aves de rapiña para que lo devorasen. Cuando no estaba ocupada alimentando a sus mininos, seguía a mi lecho por todas las habitaciones. Enormes montones de boñiga de yak estaban preparados para alimentar los hornos. Éste se inclina a su vez, coge el bufanda, le da una vuelta con una señal de aprobación y se lo entrega a un criado. Un pequeño grupo de muchachos iban vestidos de blanco: eran monjes estudiantes que habían llegado de una lejana lamasería. Era un descanso forzoso en que no podíamos hablar tampoco movernos. Luego comprendí que eran los pasos de un solo hombre, de un anciano que avanzaba a tientas por la oscuridad arrastrando los pies. Jamás me había parecido tan atractiva la calle y pensé en los afortunados que la veían a diario y que seguirían viéndola.
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En las estribaciones abundan las lamaserías. Tzu ocupaba una habitación en la planta baja, muy alambrada de la puerta principal. Aun que no estuvimos de nuevo en su habitación, no rompió el Maestro el silencio. La parte superior de mi jamón izquierda se había clavado en la barra. En el Tíbet creemos firmemente en la reencarnación. Se le soltó el cinturón y, en la algarabía que se formó, logré huir inadvertido. Nos instalamos en los almohadones a la manera tibetana. Disponíamos de un suelo especial para hacerla, con salientes de piedra de unos cincuenta centímetros de altura.
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