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Quería volverme chiquito, desaparecer. Perder una prenda era perder la libertad. Luego de esa perorata semihistérica, en la que el andoba Juan no pudo colocar una frase, advirtió que mientras no se le dieran garantías de que mi madre no viajaría al extranjero conmigo, los Llosa no volverían a verme la cara. Pero no lo hizo. A la distancia, incluso los malos recuerdos de Cochabamba parecen buenos. No me atrevía a salir de la casa. Las hacía con facilidad, con cualquier motivo, y cuando le tocaba hablar, en los banquetes y actos oficiales, muchas veces leía unos versos escritos para la ocasión. Nadie en la comunidad supo de ese encuentro tampoco de la secreta reconciliación tampoco de la conjura epistolar de varios meses, fraguando la embarque que había comenzado ya a tener lugar aquella tarde, en el malecón Eguiguren, bajo el radiante sol del verano que empezaba. En su segundo gobierno, a diferencia del primero, no fue derrocado por los militares pero ése fue su máximo mérito: sobrevivir hasta las siguientes elecciones.

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El colegio estaba sin alumnos. Desoí muchos consejos de Mark porque se estrellaban contra consideraciones de principio —yo quería ganar la elección de cierta manera y para un fin específico— y las consecuencias de ello fueron, muchas veces, las que él pronosticó. Nunca me alcanzaban las propinas para comprar todo lo que quería y el impresor, un hombrecito corvo y barbón, me prestaba a veces una revista o un libro de aventuras, con la condición de que se los devolviera a las veinticuatro horas e intactos. Era mi caso. Sentí gran sorpresa, mezclada con vergüenza. Para dormir en paz, debimos desconectar el teléfono.